Por:
Mariana Gómez
Juan Diego Zuluaga

Ladrillos, canchas y rezos

Para comprender la inserción exitosa del narcotráfico en el tejido social de Medellín, es imperativo analizar primero el fracaso estructural del Estado frente a la crisis urbana de la segunda mitad del siglo XX. Durante las décadas de 1960 y 1970, la ciudad experimentó un crecimiento poblacional desbordado producto de la migración y la violencia, lo que derivó en la formación de asentamientos informales en condiciones de precariedad extrema, como el antiguo Basurero Municipal de Moravia; como lo señala Alzate Quintero (2014) , la respuesta estatal ante esta emergencia humanitaria se caracterizó por ser tardía y restrictiva, ejemplificada en programas como la "Rehabilitación del Basurero Municipal" (1983-1986), programas que llegaron después de décadas de abandono institucional y se enfocaron en la legalización de predios bajo condiciones de pago que muchas familias, sumidas en la pobreza absoluta, no podían asumir, generando una desconexión profunda entre la política pública y la realidad de los habitantes. 

En ese sentido, las políticas oficiales que incluían desalojos y barreras burocráticas, fueron percibidas por la comunidad no como una solución, sino como una amenaza directa a su permanencia en el territorio. En 2014, Martínez Zapata documenta cómo los asentamientos, o "tugurios"[1], surgieron como una respuesta popular ante la incapacidad del Estado para proveer vivienda, generando una resistencia activa frente a la intervención institucional que buscaba recuperar el espacio público sin ofrecer alternativas dignas, por lo que este escenario de "desamparo estatal" y estigmatización de los pobladores socavó la legitimidad de las autoridades locales, creando un rechazo colectivo que dejó un vacío de poder, facilitando la entrada de actores externos dispuestos a tomar el orden de los territorios. La narrativa oficial, que veía en estos asentamientos un problema de "subnormalidad" urbana, contrastaba con la vivencia de comunidades que, ante la ausencia del Estado, construyeron sus propias redes de solidaridad y supervivencia. 

Ahora bien, este vacío de poder creó una estructura de oportunidad política que permitió a actores paraestatales ofrecer soluciones inmediatas sin las contraprestaciones de la legalidad formal, como lo menciona Bolívar Hernández (2021) , en el tugurio Fidel Castro (Basurero municipal), la población carecía de servicios básicos como agua, luz y alcantarillado, viviendo entre el hedor de la descomposición y la indiferencia gubernamental . En este contexto, la promesa de una vivienda gratuita por parte de un particular no solo era atractiva, sino que representaba la única esperanza tangible de movilidad social; así mismo, la ineficacia de la “rehabilitación” social, que priorizaba el ordenamiento técnico sobre la justicia social, dejó el campo abierto para que el narcotráfico llenara el hueco funcional del Estado, estableciendo un primer vínculo de dependencia que sería explotado políticamente en los años subsiguientes. 

Medellín sin Tugurios, del asistencialismo a la estrategia política

En contraste con la ineficacia y la lentitud de la burocracia estatal, el narcotráfico desplegó un modelo de intervención que Acosta y Parra (2020) categorizan como "narco-urbanismo", caracterizado por la ejecución directa de obras de infraestructura con fines clientelistas y de control territorial; es así, como nace el proyecto "Medellín sin Tugurios", liderado por Pablo Escobar en 1982, con el objetivo de atender las necesidades críticas de vivienda, con el fin de construir una base social de apoyo político sólida, entregando más de 400 viviendas gratuitas a familias que habitaban en el tugurio de Fidel Castro (basurero de Moravia). Según Bolívar Hernández (2021), esta obra no fue un hecho improvisado, sino una estrategia que contó con la aprobación tácita de la administración municipal y se presentó bajo un discurso de civismo y reivindicación social a través de la corporación homónima. Al proveer un techo a quienes el Estado había marginado, Escobar no solo resolvió una crisis humanitaria ignorada, sino que transformó su capital económico ilícito en capital político legítimo ante los ojos de las clases populares. 

Por lo tanto, esta práctica de "prodigalidad"[2], que incluía la iluminación de canchas de fútbol y la dotación de espacios deportivos, trascendió la caridad para convertirse en una operación de hegemonía donde el benefactor se erigía como la única autoridad legítima capaz de proveer bienestar. Acosta y Parra (2020) argumentan que al iluminar las canchas y convertirlas en sitios de prestigio, Escobar las potenció como centros de dominio territorial y alarde de poder, integrando a la juventud de los barrios en su red de influencia. De esta manera, el narcotráfico reconfiguró el espacio público, transformándolo en un escenario donde se consolidaban lealtades y se naturalizó la autoridad del "Patrón" por encima de la institucionalidad democrática. Cardona (2007) refuerza esta idea al señalar que la búsqueda de reconocimiento social de los narcos se dio a través de una "vía cívico política", donde el populismo y la demagogia sirvieron como vitrina para legalizar su imagen y lavar sus activos mediante fundaciones sin ánimo de lucro. 

De hecho, el discurso que acompañó estas intervenciones fue cuidadosamente elaborado para presentar a los narcotraficantes como víctimas de la persecución de la élite y como los verdaderos defensores del pueblo, también, Cardona (2007) explica que movimientos como "Medellín sin Tugurios" enarbolaron banderas ecologistas y sociales, presentándose como una alternativa patriótica frente a la clase política tradicional corrupta. Bolívar Hernández (2021) cita discursos de la época donde Escobar afirmaba públicamente que sus mejores amigos estaban en los tugurios, creando una identificación emocional poderosa con los excluidos, esta estrategia política aparentaba no ser una estrategia de búsqueda de votos para su aspiración al Congreso, sino que pretendía crear un escudo social impenetrable donde la comunidad, agradecida por las “colaboraciones”, estaba dispuesta a proteger a su benefactor de la acción de la justicia, consolidando así una base social que legitimaba su poder al margen de la ley. 

Por otra parte, uno de los hallazgos críticos de esta investigación es que la hegemonía del narcotráfico no se sustentó únicamente en el poder económico, sino en la cooptación de capital simbólico y moral a través de sectores de la Iglesia Católica, por ejemplo, Bolívar Hernández (2021) documenta cómo la Corporación Medellín sin Tugurios integró en su junta directiva a sacerdotes como Elías Lopera y Hernán Cuartas, cuya presencia activa otorgó al proyecto un manto de bondad y despojó al dinero de su origen ilícito ante los ojos de la feligresía. Así pues, la participación de estos clérigos no fue pasiva; aparecían en fotografías públicas junto al capo, bendecía las obras y defendían la naturaleza "cívica" de la organización, lo que dificultó enormemente que la comunidad percibiera la contradicción ética de aceptar recursos provenientes del crimen organizado. Cardona (2007) añade que la presencia de sacerdotes en la junta, servía para argumentar que la “fundación” no tenía intereses políticos ni partidistas, sino puramente sociales, legitimando así la figura de Escobar como un líder comunitario validado por la fe.

En consecuencia, esta alianza estratégica permitió una transferencia de legitimidad, Pablo Escobar se apropió del respeto que la comunidad profesaba a la Iglesia, institución que previamente había acompañado las luchas populares a través de figuras revolucionarias, ya que Cano Naranjo (2019) describe cómo sacerdotes como Vicente Mejía habían construido un capital social y político, con carácter ideológico marcado por la Teología de la Liberación y el inmenso trabajo en los tugurios mediante la defensa de los pobladores frente a los desalojos y la organización comunitaria. Así entonces, Bolívar Hernández (2021) sugiere que Escobar capitalizó este respeto preexistente por la sotana para facilitar su entrada en los barrios, utilizando a sacerdotes aliados para generar empatía y confianza entre una población devota. De este modo, se creó una confusión deliberada entre la acción pastoral legítima y la financiación criminal, donde la figura del sacerdote actuaba como un aval moral que neutralizaba cualquier cuestionamiento sobre la procedencia de los fondos utilizados para las obras. 

Además de la legitimación institucional, se fomentó un amalgama religiosa particular que vinculaba la protección divina con la actividad delincuencial. Entonces, para contrastar Bolívar Hernández (2021) detalla cómo se promovió la devoción al Santo Niño de Atocha, cuya imagen fue traída desde México y encabezó la procesión de inauguración del barrio Pablo Escobar, consolidando una fusión simbólica entre fe, necesidad material y criminalidad. Esta validación moral permitió que la comunidad no solo aceptara la autoridad del capo sin conflictos éticos evidentes, sino que incorporara sus símbolos religiosos a la identidad barrial. A pesar de que la jerarquía eclesiástica, representada por el arzobispo Alfonso López Trujillo, intentó posteriormente distanciarse prohibiendo el culto en la parroquia del barrio por haber sido construida con "dineros malditos", la presión comunitaria logró revertir la medida, demostrando que la legitimidad construida por el narco-urbanismo había echado raíces más profundas que la autoridad canónica oficial. 

Es así como la intervención del narcotráfico dejó una huella indeleble en la cultura política de los barrios populares de Medellín, estableciendo un modelo de relaciones que sobrevivió a la caída del Cartel de Medellín. Acosta y Parra (2020) argumentan que la lealtad comprada con vivienda y servicios creó una estructura de "paralegalidad" donde la justicia y la seguridad pasaron a ser administradas por actores armados ilegales, quienes sustituyeron al Estado en la regulación de la vida cotidiana. De hecho, esta dinámica generó una cultura de la complicidad donde el crimen organizado no era visto como un agente externo y hostil, sino como un proveedor de orden y recursos. Bolívar Hernández (2021) reporta que, en su momento, miles de personas en las comunas estaban al servicio de Escobar, muchas veces jóvenes empobrecidos dispuestos a matar o morir por quien les había dado un lugar en el mundo, evidenciando cómo el asistencialismo se tradujo en una base de reclutamiento efectiva para la guerra urbana. 

Tras la muerte de Escobar, este modelo de intermediación no desapareció, sino que mutó y se fragmentó, adaptándose a las nuevas realidades del conflicto urbano. Los autores Acosta y Parra (2020) explican que las estructuras criminales contemporáneas conocidas como "combos" heredaron el control territorial y la función de proveedores de orden en ausencia de un Estado fuerte. Estas bandas, que surgieron inicialmente como anillos de seguridad o grupos de autodefensa barrial vinculados al cartel, evolucionaron hacia formas de gobernanza micro-territorial que hoy regulan aspectos fundamentales de la vida comunitaria, como el comercio y la resolución de conflictos. La figura del "patrón" se descentralizó, pero la lógica de que la autoridad emana de quien tiene la fuerza y los recursos para imponerla en el territorio se mantuvo intacta, perpetuando un ciclo de dependencia hacia actores ilegales. 

Esta herencia del "narco-urbanismo" se manifiesta en la persistencia de formas de tolerancia social hacia estos actores, entendidos no como una anomalía, sino como gestores funcionales de un orden instaurado sobre las ruinas del abandono estatal. Acosta y Parra (2020) describen una ciudad donde la violencia y el dinero fácil se convirtieron en mecanismos de movilidad social validados por la experiencia histórica, creando un "ethos" urbano atravesado por la ilegalidad. La legitimidad que en su momento construyó Escobar a través de obras magnas como el barrio que lleva su nombre, se ha transformado en una legitimidad pragmática de las bandas actuales, basada en el control territorial y la provisión de una seguridad que el Estado aún no logra garantizar plenamente. Así, la historia de Medellín sin Tugurios es clave para entender la vigencia de órdenes sociales alternativos en la ciudad contemporánea, donde la intermediación armada sigue siendo un componente estructural de la vida barrial.

Conclusiones

A partir del análisis realizado, se concluye que el proyecto "Medellín sin Tugurios" constituyó un sofisticado mecanismo de ingeniería social donde la satisfacción de necesidades básicas funcionó como un instrumento político para sustituir a un Estado ausente y restrictivo. Como indican Alzate Quintero (2014) y Martínez Zapata (2014), la incapacidad institucional para gestionar la crisis urbana creó un vacío de poder que el narcotráfico capitalizó mediante la "prodigalidad" y la construcción de infraestructura, generando una sólida base de apoyo social. Además, esta legitimación no fue solo material sino simbólica, pues, como demuestran Bolívar Hernández (2021) y Cardona (2007), la cooptación de figuras y símbolos religiosos otorgó un revestimiento moral al capital ilícito, neutralizando las contradicciones éticas en la comunidad y estableciendo un orden paralelo donde la figura criminal fue validada como autoridad efectiva frente al desamparo institucional.

En consecuencia, la intervención del narcotráfico instauró una herencia cultural y política duradera en los barrios populares, manifestada en la persistencia de modelos de gobernanza basados en la intermediación ilegal. Según argumentan Acosta y Parra (2020), el "narco-urbanismo" no desapareció con la caída del cartel, sino que mutó hacia el control microterritorial ejercido por los "combos", quienes heredaron la función de proveedores de seguridad y orden. Esta dinámica histórica explica las actuales formas de tolerancia y complicidad entre comunidades y actores armados, las cuales no son anomalías, sino el resultado de una "paralegalidad" construida durante décadas; así, la lealtad comprada inicialmente con vivienda y servicios se ha transformado en una legitimidad pragmática de las bandas, perpetuando un ciclo de dependencia donde el Estado sigue siendo percibido como insuficiente para garantizar el bienestar social.

Referencias 


Robinson, James. “La miseria en Colombia”. Revista Desarrollo y Sociedad, No. 76. Pontificia Universidad Javeriana, 2016, pp. 9-90.

García Villegas, Mauricio y Revelo Rebolledo, Javier. “La captura de la institucionalidad local” En: Estado alterado. Clientelismo, mafias y debilidad institucional en Colombia. 2010. Bogotá: DeJusticia, pp. 62-105.

Acosta Ríos, B. E., & Parra Valencia, J. D. (2020). Medellín: violencia y ruina en tiempos del narco-urbanismo. En J. Urabayen & J. León Casero (Eds.), Espacio público y violencia (pp. 177–199). Editorial Universidad Pontificia Bolivariana. https://doi.org/10.18566/978-958-764-868-3

Alzate Quintero, G. A. (2014). Intervención urbana en el antiguo Basurero Municipal de Medellín: una respuesta ineficaz al abandono estatal (1977-1986). Estudios Políticos, (44), 191–217.

Bolívar Hernández, D. F. (2021). Relación de Pablo Escobar y sus allegados con sacerdotes en Medellín sin tugurios [Trabajo de grado de pregrado, Universidad de Antioquia]. Repositorio Institucional Universidad de Antioquia. http://bibliotecadigital.udea.edu.co

Cano Naranjo, E. (2019). Memorias desde el tugurio: Una etnografía de archivo [Tesis de maestría, Universidad de Antioquia].

Cardona, P. (2007). Los narcotraficantes y su búsqueda de aceptación en la sociedad colombiana: la vía económica, la vía política, la vía violenta y la vía social. Sincronía, (43), 1–16. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=513877276003

Martínez Zapata, L. C. (2014). Tugurio de Dios: el barrio Lenin de Medellín (1969-1975). Estudios Políticos, (44), 221–241.



[1] El concepto de "tugurio" hace referencia a los asentamientos informales o "invasiones" que proliferaron en las periferias y zonas de riesgo de Medellín (laderas, riberas y el antiguo basurero municipal) durante la segunda mitad del siglo XX. Estos se caracterizaban por la autoconstrucción de viviendas precarias ("ranchos") mediante el uso de materiales no convencionales o de desecho, tales como cartón, lata, madera y plástico. Jurídicamente, constituían desarrollos "no reglamentarios" o "subnormales" al carecer de títulos de propiedad, infraestructura de servicios públicos y autorización de planeación urbana. Sociológicamente, el tugurio representa la materialización de la exclusión socioespacial y el abandono estatal frente a la crisis demográfica, aunque sus habitantes resignificaron el término como un espacio de identidad y resistencia popular

[2] En el contexto del ascenso social del narcotráfico en Colombia, la prodigalidad se define como la práctica estratégica de distribución ostentosa y pública de recursos económicos (dinero en efectivo, regalos, viviendas e infraestructura) por parte de los narcotraficantes hacia comunidades marginadas.