Lo que sucede hoy en El Salvador es la materialización de esta crisis: una distopía que ya no pertenece a la imaginación de Orwell o Bradbury, sino a la realidad política latinoamericana. El neoliberalismo no es solo privatización y ajuste fiscal, sino una forma de gobierno que erosiona la democracia desde dentro, transforma el Estado en una empresa y a la ciudadanía en clientes. Ese vacío moral ha sido terreno fértil para proyectos políticos que, sin ser neoconservadores en sentido estricto, adoptan su lógica de orden, jerarquías y represión. En este cruce, alimentado por ambas racionalidades, se inscribe el fenómeno político de Nayib Bukele.
Bukele no es
una rareza política ni una innovación tropical; es la consecuencia lógica de un
sistema que, tras años de corrupción y promesas incumplidas, ofrece como
“salvador” a un gerente autoritario envuelto en estética digital. Su ascenso en
2019 estuvo marcado por un discurso antipolítico y un dominio absoluto de la
comunicación en redes sociales. Los salvadoreños, hastiados de décadas de
partidos desgastados, vieron en él una ruptura con las élites que habían
desfalcado el erario público por décadas. Sin embargo, lo que terminó tomando
forma fue un proyecto meticuloso y sostenido de concentración de poder: en 2020
ocupó la Asamblea Legislativa con militares armados; en 2021, su partido
destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general
para colocar piezas leales. En menos de dos años, el Ejecutivo tenía en sus
manos el control total del aparato institucional.
El 31 de
julio de 2025 se cruzó una línea histórica. Con una Asamblea dominada por Nuevas
Ideas, se aprobó, en apenas tres horas de debate, una reforma
constitucional que elimina los límites a la reelección presidencial, extiende
el mandato de cinco a seis años, suprime la segunda vuelta electoral y adelanta
las elecciones a 2027. La maniobra, presentada como un ajuste “técnico”,
enterró cualquier ilusión de que el proyecto bukelista respetara las reglas
democráticas. La oposición lo dijo sin rodeos: la democracia salvadoreña murió
ese día.
Mientras
tanto, el régimen de excepción se ha convertido en política de Estado. Más de
80,000 personas han sido arrestadas, muchas sin orden judicial ni debido
proceso. En las cárceles se acumulan denuncias de tortura, hambre, muertes bajo
custodia y represión focalizada contra jóvenes de barrios populares. Bukele
vende esto como el precio de la seguridad, y lo cierto es que las cifras
oficiales de homicidio han caído. Pero en el trasfondo, la lógica es peligrosa:
se normaliza la arbitrariedad como herramienta legítima de gobierno.
Y todo esto ocurre con una complacencia internacional inquietante. Por ejemplo, Washington, lejos de aplicar presión efectiva, guarda silencio o lanza críticas tímidas. El cálculo es frío: un Bukele fuerte significa menos migrantes y más estabilidad “administrativa” en la región. La democracia queda subordinada a una agenda geopolítica de imperios.
Bukele encarna ese simbionte político que une neoliberalismo y neoconservadurismo. Del primero toma la gestión empresarial del Estado, la prioridad del mercado sobre la política y el vaciamiento de los derechos en nombre de la eficiencia. Del segundo, la moral del orden, el culto al líder y la idea de que el disenso es un problema que se resuelve con cárcel. El resultado es un autoritarismo de nuevo corte: no necesita golpes militares ni censura abierta, se construye desde dentro, usando las instituciones como herramientas para su propia demolición.
La pregunta no es si este modelo puede extenderse por América Latina, sino cuánto tiempo falta para que lo haga. Bukele no es un experimento aislado, es un manual en vivo para todo aspirante a caudillo digital que quiera consolidar poder absoluto con aplausos de sus votantes y la tolerancia de las potencias. La distopía no está en camino: ya está aquí, y se presenta con rostro joven, lenguaje millennial y promesas de seguridad. Otros, como ese “león” televisivo que hoy gobierna Argentina, aún juegan a ser disruptores con motosierra en mano, pero empiezan a mostrar los colmillos en las calles. Lo que nos corresponde es decidir si vamos a normalizarlo o a combatirlo..
